Monday, August 01, 2005

La reforma económica como instrumento de disciplin...

La reforma económica como instrumento de disciplinamiento social. La economía política de las políticas contra la pobreza y la desigualdad en Argentina durante los años noventa.

Mariano Féliz*
(este texto fue publicado en Trabajo y Producción de la pobreza en Latinoamérica y el Caribe: estructuras, discursos y actores, Sonia Alvarez Laguizamón (compiladora), ISBN 987-1183-23-2, Buenos Aires: CLACSO, agosto 2005. Puede ser consultado en formato .pdf y en su versión definitiva en http://bibliotecavirtual.clacso.org.ar/ar/libros/crop/trabajo.html)


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Argentina, como la mayoría de las economías de la periferia del mundo, llevaron adelante durante la década de los noventa profundos procesos de “reforma estructural”. Estas reformas mostraron tener enormes inconsistencias, incongruencias y resultados profundamente regresivos para las naciones que las aplicaron.

Según nuestro parecer las inconsistencias que tales reformas plantearon (y plantean) son producto fundamentalmente de una errónea interpretación del sentido que las mismas tienen. Entendemos que la posición hegemónica (la visión neoliberal) “olvida” el carácter capitalista de la economía y su crisis y por ello niega el carácter clasista de las políticas públicas. Por otra parte, los impulsores de las reformas estructurales absolutizan el rol del crecimiento económico en el desarrollo social de los países. El crecimiento económico se convierte para los defensores de estas políticas en un fetiche, un “totem”, pues le otorgan propiedades casi “mágicas” para resolver los problemas económicos y sociales. Asimismo, el crecimiento adquiere un carácter fetichista en el sentido de que su movimiento, su desarrollo, se objetiviza, transformándose en un proceso “natural” alejado de cualquier determinación social o histórica. El crecimiento económico se presenta así como resultado necesario del desenvolvimiento de las “leyes de la economía”.

En este trabajo propondremos una explicación del proceso de reformas en Argentina desde la “economía política” en su sentido más clásico. Así, intentaremos mostrar el carácter clasista de las reformas encaradas en la Argentina, buscando discutir las causas de su implementación y la forma particular que las mismas asumieron en este país. Simultáneamente, mostraremos por qué el cambio en el “modelo económico” resultó en un proceso de crecimiento desigualador y “empobrecedor” y no, como prometían los promotores del neoliberalismo, en un proceso virtuoso de “milagro económico” (¿qué podría ser más mágico en la interpretación de un fenómeno social que presentarlo como un “milagro”?).

A continuación presentaremos y cuestionaremos el enfoque hegemónico (hoy, neoliberal) que orienta los “programas de reforma estructural”. En la siguiente sección, antes de discutir y caracterizar las reformas “neoliberales” en Argentina y sus efectos sobre el crecimiento, la pobreza y la desigualdad, presentaremos lo que podríamos denominar “la falacia de composición” en el crecimiento económico. Discutiremos la afirmación acerca del “crecimiento económico” como indicador “objetivo” de la evolución del bienestar de una población y mostraremos el carácter político implícito en la propia medida de crecimiento como concepto agregado. Luego mostraremos cuáles han sido los principales resultados de las reformas estructurales en términos de la evolución de la pobreza y la desigualdad en Argentina. Siguiendo desarrollaremos un análisis de la economía política de las reformas estructurales. Haremos primero una crítica a la caracterización tradicional de los motivos de la reforma, en particular en relación con el carácter del Estado en la sociedad capitalista. Seguidamente presentaremos una discusión sobre las causas de la crisis del proceso de acumulación de capital y los motivos de la implementación de las reformas estructurales en Argentina. Después analizaremos las políticas sociales (de “combate a la pobreza”) propugnadas por el CW y su relación con el conjunto de las reformas estructurales encaradas. Finalmente, presentaremos las conclusiones del trabajo.



Consenso de Washington: Austeridad, crecimiento y pobreza.

Las “reformas estructurales” llevadas adelante en la Argentina durante la década de los noventa estuvieron fuertemente inspiradas en lo que conoció como el “Consenso de Washington” (CW).1 Según su perspectiva, la crisis económica de los setenta y ochenta en Argentina (así como, en general, en otros países de Latinoamérica y el mundo) fue causada por la inviabilidad de las políticas de intervención estatal que, al violar las “leyes del mercado” pusieron trabas estructurales al crecimiento económico. Como corolario de esta interpretación, las políticas de reforma estructural debían apuntar a eliminar las restricciones al funcionamiento de los mercados; esto incluía la liberalización del comercio, la desregulación de la economía y la flexibilización del mercado de trabajo (Williamson, 1990). Además, las reformas deberían buscar limitar la intervención estatal en la economía, principalmente a través de la privatización de las empresas públicas, la reducción del déficit fiscal y la reducción del gasto público (en particular, de aquel que implicaba una redistribución “no mercantil” de los ingresos y la riqueza). Estas políticas suponían, en síntesis, que el Estado y las sociedades debían asumir el “imperativo de la austeridad” (Lustig, 1997) y hacer frente a las restricciones que el “mercado” y la racionalidad microeconómica imponían.

El objetivo declarado de las reformas era permitir recuperar el crecimiento económico y, como consecuencia de ello, mejorar el bienestar de la población. En particular, el crecimiento económico era puesto como el medio ideal para reducir la pobreza y, en menor medida, la desigualdad social. El Banco Mundial decía que “con el paso del tiempo, los pobres ganarán por la restauración del crecimiento sostenido que resultará de ajustes exitosos” (Banco Mundial, 1991). Tal afirmación implicaba dos relaciones de causalidad pues suponía que las reformas (“ajuste exitoso”) causarían el crecimiento económico y que, a su tiempo, el mismo reduciría la pobreza.

Si bien en un primer momento era considerado como posible que las reformas tuvieran efectos negativos para la mayoría de la población (en el lenguaje del Banco Mundial sobre “los pobres”; Salama y Valier, 1996: 128) favoreciendo solamente a los sectores más privilegiados de la sociedad, con el tiempo el crecimiento económico debería indefectiblemente “derramar” sus beneficios al conjunto. Este enfoque sostiene que el crecimiento económico es un medio “evidente” para la reducción de la pobreza (Birdsall y Sabot, 1994). “Es obvio que si el nuevo modelo económico [emergente del CW] produce un crecimiento acelerado a largo plazo … con el tiempo se reducirán los números de quienes viven en la extrema pobreza. Con mayor optimismo, un nuevo modelo que a largo plazo ofrezca una economía más flexible, abierta y dinámica, gobernada por procesos democráticos, tendrá una tendencia interna a canalizar recursos en aumento hacia la reducción de la desigualdad social” (Whitehead, 1996: 83). Sin embargo, reconocían que el mismo por sí solo podría reducir tanto la pobreza como la desigualdad con demasiada lentitud (Lustig, 1997).

En el caso de la Argentina, el paso del tiempo iría a demostrar que los supuestos efectos positivos de las reformas no se plasmarían en la realidad. Las reformas no solamente no lograron reducir de manera sostenida los niveles de pobreza y desigualdad sino que el conjunto del proceso de crecimiento económico, que efectivamente se produjo durante algunos años, entró en una crisis de magnitud desconocida hasta entonces. Sin embargo, en lugar de descartar de plano el enfoque utilizado, los sectores dominantes reelaboraron su propuesta promoviendo una serie de reformas de “segunda generación” que irían a corregir los defectos de las primeras. Estas reformas incorporan a las reformas estructurales políticas específicas de combate a la pobreza definida como “extrema” (es decir, que no todos los “pobres” serían elegibles para ser “ayudados”). Por otro lado, en muchos casos se hacía referencia a la incompletitud de las reformas encaradas y a la incapacidad de los gobiernos para llevarlas a fondo como era requerido. En general, la explicación de tal incapacidad se reducía a la “irracionalidad” de los gobiernos, muchas veces referidos como “populistas” (Dornbusch y Edwards, 1991).



Crecer y distribuir. La “falacia de composición” del crecimiento.

En conjunto, las políticas del CW se articularon en torno a lo que podríamos denominar una suerte de “fetichismo del crecimiento económico” ya que ponían como patrón esencial del “éxito” de las mismas al crecimiento acelerado de la economía. La seguridad de que la mera acumulación de mercancías es un síntoma de bienestar en aumento, expresión de los “logros” de una sociedad, surge de la apreciación a-crítica de que "la riqueza en las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se presenta como un ‘enorme cúmulo de mercancías’" (Marx, 1991: 43). Sin embargo, hace ya varias décadas Edmar Bacha había resaltado las complicaciones que surgían de la medición del crecimiento en economías con altos niveles de desigualdad distributiva (Bacha, 1986). Es más, tomar el crecimiento económico como una “medida” de la evolución del bienestar “material” (aun en un sentido restringido) de la población de un país involucraba decisiones políticas esenciales.

El crecimiento económico "a secas" no puede ser tomado en general como un indicador agregado de la evolución del bienestar “material” del conjunto de la población de un país. Menos aun en países como los latinoamericanos donde la desigual distribución de los recursos es extrema; Bacha hablaba de “Belindia”, un país que combinaba las características de Bélgica y la India en términos de riqueza y desigualdad distributiva, respectivamente. Belindia era un país que tenía un ingreso promedio relativamente elevado que era el resultado de la existencia de un pequeño conjunto de hogares cuyos ingresos era muy elevados junto a una mayoría que tenía ingresos cercanos a niveles de subsistencia. En un país de esas características el mero crecimiento económico no podría indicar adecuadamente la evolución del bienestar “material” de la población de un país pues dada la elevada desigualdad distributiva ese crecimiento tendería a reflejar (como veremos) los cambios en el ingreso de los más ricos.

¿Qué se está diciendo cuándo se afirma que la economía ha crecido a lo largo de un período de tiempo? Tomemos el ejemplo de la Argentina durante el período de auge de las reformas estructurales. Entre 1991 y 1998 el ingreso agregado de los hogares creció un 19,5% según la Encuesta Permanente de Hogares (EPH)2,3. ¿Significa esto que el conjunto de la población se apropió de los beneficios del proceso de reformas? ¿Significa eso que los niveles de “bienestar material” de la población subieron casi un 20% en ese período? No, si uno mira más atentamente.

En efecto, el indicador de crecimiento tradicionalmente utilizado como "medida" del bienestar (es decir, la tasa de crecimiento del ingreso per cápita) es el resultado matemático de realizar una suma ponderada de la evolución de los ingresos (reales) de los distintos sectores, estratos o clases sociales.4 Ese ponderador refleja la participación que cada grupo de población tiene en el ingreso total en el año de origen de la medición (ver columna 4 del cuadro 1 del anexo).

Así, en ese crecimiento del 19,5% durante el período 91-98 el aumento en el ingreso de los sectores más adinerados, el decil superior de ingresos (es decir, el 10% de la población con ingresos más altos), se encuentra representado en ese crecimiento en un 32,9% ya que esa era su participación en el ingreso total en el año 1991 (año base del cálculo). Por el contrario, el decil más pobre de la población se encontrará representado en la medida agregada de crecimiento según su participación en la "torta" original, en este caso 1,8%. Entonces, en la medida tradicional de crecimiento cada cual "pesa lo que vale en dinero". Por supuesto, esta medida de la evolución del bienestar tiene como trasfondo ideológico la concepción neoclásica según la cual cada persona es recompensada por su "aporte marginal" a la generación de la producción agregada; cada uno recibiría lo que aporta.5

La medición del crecimiento económico en Argentina oculta así el hecho de que entre 1991 y 1998 mientras el ingreso per cápita del decil más rico de la población aumentó un 21,7%, el decil más pobre vio reducirse su ingreso por persona en un 15%.

Durante el período completo de la convertibilidad (1991-2001) los números son más dramáticos aun: 9,6% y –36,8%, respectivamente. El incremento en el ingreso medio del decil más rico de la población es una estimación “de mínima” pues entre sus integrantes se incluyen a los propietarios de los grandes medios de producción y recursos naturales, cuyos ingresos “no distribuidos” aumentaron fuertemente en el período bajo consideración y cuyo registro se pierde en esta estimación. En efecto, indicador es aproximado pues no toma en cuenta la evolución de los ingresos no declarados en la Encuesta Permanente de Hogares (EPH) de Argentina. Esta encuesta registra adecuadamente los ingresos provenientes de la venta de la fuerza de trabajo (o utilización cuentapropista de la misma) pero no capta bien los ingresos producto de la propiedad de los medios de producción, los cuales se concentran en los estratos de mayor ingreso. En particular, durante la década de los noventa estos ingresos han crecido mucho más que los ingresos provenientes del trabajo (a modo de ejemplo, mientras que entre 1993 y 1998 los salarios reales cayeron un 2%, la utilidad neta de las grandes corporaciones creció un 51%).6

Así, el cálculo usual del “crecimiento económico” (tomada como vara de medida de éxito de las reformas estructurales por parte de sus promotores) involucra una determinación política clave: valorar a las personas según cuánto (ingreso) tienen.

Bacha sugería como alternativa a la ponderación usual una estructura de ponderadores que refleje el sentido de la democracia: "un hombre, un voto" (Bacha, 1986: 14). Un indicador más adecuado de la evolución del “bienestar material” de la población sería valorar en la misma medida la evolución en el tiempo de los ingresos de los sectores más ricos y de los más pobres. En el caso de esta ponderación "democrática", el ponderador sería, en términos matemáticos, donde n es aquí el número de personas dentro de cada grupo, clase o estrato social y N la población total del país. A partir de la información disponible para deciles de ingresos (es decir, dónde el ponderador sería igual a 1/10 o 10% para cada decil) esta medida mostraría que la tasa de crecimiento del “bienestar material” de la población habría sido no ya 19,5% sino tan sólo de 12,6% entre 1991 y 1998 en el caso de Argentina (ver columna 2 del cuadro del anexo).

Una tercera posibilidad sería proponer una forma de ponderación que tuviera en cuenta el hecho de la importancia de valorar más lo que ocurre con los sectores más empobrecidos de la población (Bacha, 1986). Es decir, la propuesta apuntaría a utilizar ponderadores para la medida de crecimiento que dieran más importancia relativa a la evolución en los ingresos reales de los estratos más pobres. Un posible ponderador (entre un sinnúmero de alternativas similares posibles) podría ser el que valorase a cada persona por la inversa de su nivel de ingresos en el año de origen.7 Con este ponderador “de pobreza”, el crecimiento registrado por la Argentina durante el período que analizamos habría sido tan solo 2,8%. Es decir, el crecimiento en el ingreso real (“bienestar material”) de los deciles superiores fue más que compensado por la caída real en el ingreso del la población con menores ingresos. En la década de la convertibilidad como un todo (entre 1991 y 2001) esta medida del crecimiento en el “bienestar material” marcaría un –15,8% pues reflejaría la caída en los ingresos medios del estrato más bajo de la población (el 40% más pobre) y el leve crecimiento de los ingresos reales del resto de la población.

El fetichismo del crecimiento económico termina ocultando las consecuencias más profundas de las políticas aplicadas en la Argentina durante la década de los noventa. Podría decir que el crecimiento registrado en la estadísticas oficiales resulta ser el “felicitométro de los ricos” (Bacha, 1986), un indicador de la evolución de su ingreso y por tanto de su capacidad de apropiarse de la producción de la sociedad, ya que registra esencialmente la fuerte mejora en el “bienestar material” de un reducido conjunto de la población con ingresos varias veces superiores al promedio.

Es claro que el crecimiento económico agregado, es decir el mero incremento en la producción de mercancías, no puede ser tomado abstractamente como el reflejo de la mejora en la situación material de la población de un país. En particular, los procesos de crecimiento económico que se encuentran atravesados por transformaciones profundas en la organización del trabajo social y su apropiación, como ha sido el caso de Argentina durante los noventa, pueden reflejar el deterioro sostenido en los niveles de bienestar y calidad de vida de la mayor parte de la población sin “derrames” de consideración.8

A continuación presentaremos brevemente los resultados de las políticas de reforma estructural en Argentina en términos de sus efectos sobre la evolución de la desigualdad y la pobreza por ingresos.

Como se verá, el fetichismo del crecimiento económico es sólo eso, una ilusión sobre la realidad que impide ver detrás de la acumulación de mercancías el proceso esencial de la organización capitalista de la sociedad: el proceso de valorización del capital cuya esencia es privilegiar la mera expansión cuantitativa del valor por sobre la satisfacción de necesidades.

Marx da mucha importancia a al fetichismo y la concepto de forma. Así, en el caso de las mercancías, el fetichismo se expresa en el hecho de que las mismas aparecen, en primer lugar, “como objetos exteriores” a los productores (Holloway, 1992: 92), objetos que establecen relaciones entre sí en los mercados. Sin embargo, Marx demuestra que las mercancías no son meros objetos sino productos del trabajo humano, fruto del trabajo colectivo. Son productos de nuestro trabajo que se nos presentan como fuerzas ajenas que gobiernan nuestras vidas (Holloway, 1992: 93). Es decir, que las relaciones entre personas (productores, trabajadores) se presentan bajo la forma de relaciones entre cosas (mercancías).

Pues bien, de igual manera el proceso de acumulación de capital que es esencialmente un proceso de valorización (es decir, de expansión del valor) aparece bajo la forma de un mero proceso de producción de cosas (es decir, de crecimiento económico, acumulación de objetos materiales). La forma del proceso oculta así su esencia, dejando velada su verdadera naturaleza. Bajo la forma del crecimiento económico, el proceso capitalista de valorización del capital aparece como lo que es y no es simultáneamente, pues aparece como la acumulación sin fin de mercancías, y lo es, pero a su vez oculta su verdadera esencia como proceso de creación y expansión de valor.

Evolución de la desigualdad y pobreza en la Argentina durante los años noventa.

Si bien hay una amplia literatura sobre los dificultades ligadas a la “medición” del bienestar y se plantean complejos problemas de tipo filosófico (Sen, 1992), en esta sección intentaremos realizar una evaluación, aunque más no sea parcial, de los resultados sociales de las políticas del CW en el caso de Argentina utilizando un conjunto de indicadores de aplicación corriente en la literatura sobre desigualdad del ingreso y pobreza. Si bien el conjunto de indicadores que presentaremos son muy cuestionables en cuanto a si verdaderamente pueden reflejar la evolución del “bienestar material” de una población los utilizaremos por su comparabilidad internacional a fin de complementar los resultados de la sección previa a fin de mostrar la verdadera evolución de la situación “material” de la población argentina.

Presentamos datos para tres puntos clave en la historia del proceso de reformas en Argentina. El punto de partida será 1988, año en que se alcanzó el pico de actividad económica previo a la crisis hiperinflacionaria (1989-90) que fuera seguida por el inicio de las reformas estructurales y la establecimiento del régimen de convertibilidad (1991). El segundo punto de comparación será el año 1993, el cual marcó un nuevo pico de actividad económica, ya en el marco del “nuevo modelo económico”. Por último, el tercer año de comparación será 1998, donde se produjo el tercer pico de actividad económica a partir del cual la economía argentina entró en una profunda crisis que cerraría con la salida de la convertibilidad en 2001.



Distribución del ingreso y “bienestar”.

Construimos para las diferentes regiones argentinas uno de los índices de bienestar propuestos por Sen (1976)9 (Cuadro 3 anexo). En términos formales el “Indicador de Bienestar” de Sen (IBS) puede expresarse como y permite una interpretación sumamente intuitiva aunque altamente simplificada de los determinantes del “bienestar material”: la función de bienestar depende positivamente de la riqueza o ingreso ( ) corregida hacia abajo por el grado de desigualdad en la distribución del ingreso (G). Dado el nivel de ingreso, un mayor nivel de desigualdad resultará en un menor nivel de bienestar. Aquí utilizaremos al ingreso per cápita familiar real deflactado por la línea de pobreza regional (IPF)10 para representar a y al coeficiente de Gini como indicador de la desigualdad distributiva G11.

Entre octubre de 1988 y octubre de 1998 se observa el crecimiento generalizado tanto de los ingresos medios como de la desigualdad en todas las regiones (Cuadro 4 anexo). La notable excepción es la región sur del país, que muestra una reducción tanto en el ingreso per cápita familiar como en la desigualdad.

Entre 1988 y 1993 la mejora en el bienestar (medida por el IBS) es clara para el conjunto de las regiones de Argentina. En las regiones Cuyo y GBA el IBS creció más que el promedio mientras 4 de 6 regiones tuvieron mejoras superiores al 10%.

En esta primera etapa se aprecian claramente los efectos macroeconómicos asociados a la estabilización de precios post-convertibilidad (desde abril de 1991), esencialmente producto de la fijación del tipo de cambio y la acelerada reducción de las barreras arancelarias y otras restricciones al comercio exterior. En ese período se expresan los típicos efectos de estos programas de “control de la inflación”: la expansión del ingreso de los hogares producto de la recuperación del nivel de actividad económica y el empleo y la mejor utilización de la capacidad instalada, y el efecto resultante de la recuperación del poder adquisitivo de la moneda. Ambos efectos colaboran para incrementar el ingreso real, mientras se supone que el último efecto es progresivo (es decir, que tiene a beneficiar proporcionalmente más a los más pobres).

A partir de 1993 se “agotaron” esos efectos positivos de la estabilización de precios y comenzaron a vislumbrarse los efectos negativos del “nuevo modelo económico” sobre el bienestar. Desde entonces se produce una caída generalizada en el ingreso per cápita familiar real y un sostenido aumento en la desigualdad en el conjunto de las regiones del país. La apertura comercial (unilateral y acelerada) y la apreciación cambiaria (el tipo de cambio real promedio tiende a ubicarse durante 1991-1994 un 52% por debajo del promedio de la década de los ochenta) tuvo fuertes efectos negativos sobre los sectores de la producción que competían con las importaciones (ya que los productos importados se abarataron sustancialmente) y sobre el empleo de fuerza de trabajo. A esto puede sumarse el “efecto expulsivo” que en términos del nivel de empleo tuvieron las privatizaciones de empresas estatales; en la mayor parte de los casos, poco antes o después de ser privatizadas estas empresas redujeron fuertemente sus plantillas de personal (Basualdo y Aspiazu, 2002).



Evolución de la pobreza por ingresos.

En esta sección proponemos una lectura de la evolución de la pobreza por ingresos a partir de tres indicadores propuestos por Sen (1998). Primero, el llamado “Head Count Ratio” (HCR) o incidencia de la pobreza, que refleja la proporción de una población que tienen ingresos que se encuentran por debajo de un determinado nivel (“línea de pobreza). Segundo, la llamada “Brecha de pobreza” (BP) que busca reconocer el hecho de que los ingresos de los “pobres” pueden estar a mayor o menor distancia media de la “línea de pobreza”, sufriendo una privación material de mayor o menor intensidad. Por último, el indicador Foster-Greer-Thorbecke con un parámetro alfa igual a 2 (FGT2) permite captar además la desigualdad existente entre los “pobres”. Este último indicador resulta ser una combinación de la Brecha de Pobreza junto con el coeficiente de variación de los ingresos de los “pobres” (es decir, una medida de la desigualdad de ingresos).12

El proceso de estabilización macroeconómica que marcó el punto de quiebre entre el “modelo” anterior y el “nuevo modelo económico” tuvo efectos significativos sobre la evolución de la pobreza por la sinergia entre el crecimiento económico pos-estabilización y los cambios en la distribución del ingreso. Por un lado, los efectos resultantes del crecimiento del ingreso medio que se produjo desde 1991. Como ya señalamos, el proceso de desaceleración de la inflación produjo un fuerte incremento en la demanda agregada y por ello en el ingreso global. Por otro lado, los efectos de la caída en la inflación sobre la distribución del ingreso fueron importantes. Estos efectos incluyen los cambios en los precios relativos a favor de los bienes y servicios no comercializables internacionalmente (entre los que se incluyen las actividades precarias que suelen concentrarse en las familias de bajos ingresos) y la reducción del efecto de la inflación sobre el poder de compra de los ingresos.

Como resultado, el período 1988-1993 muestra características consistentes con las observaciones anteriores en cuanto a que la estabilización nominal tuvo fuertes efectos reductores de la pobreza. La fuerte suba del ingreso medio acompañada por reducciones en la desigualdad distributiva colaboraron para hacer caer marcadamente la pobreza entre 1988 y 1993 (Cuadro 5 anexo). La reducción en la pobreza se concentró mucho más en las regiones más pobladas del país, aunque estas son las de menores niveles de pobreza. En particular, en la región GBA cayó fuertemente la incidencia de la pobreza (el HCR bajó un 34% entre 1988 y 1993) aun si en esa región ella ya era baja en comparación con otras regiones (en 1988 el HCR era de 35,8% en comparación con el 39,6% para el total del país). Las regiones donde la pobreza es más extendida y más intensa (Noreste y Noroeste, con un HCR de 58,1% y 55,6% en 1988, respectivamente) vieron mejorar más levemente los indicadores de pobreza por ingresos (el HCR se redujo entre sólo un 10% y 5% entre 1988 y 1993, respectivamente).

En 1993 se inauguró un período radicalmente diferente. Esta etapa no sólo tuvo los citados efectos negativos sobre la igualdad sino que significó una pauperización absoluta de la población. En particular, el mayor incremento relativo en la pobreza se produjo en las regiones con mayor ingreso per cápita familiar y más populosas (como el GBA).

Agotados los efectos del auge pos-estabilización, la economía argentina retomó la tendencia del período anterior a 1988 en cuanto a sus patrones distributivos, que mostraban un sostenido incremento en la desigualdad distributiva y de la incidencia de la pobreza desde al menos mediados de los setenta (Beccaria, 1991). Entre 1993 y 1998, aun con un crecimiento en el PBI per cápita del 14%, los ingresos per cápita de los hogares se redujeron un 5% en promedio. Sumado a la creciente desigualdad en la distribución de los ingresos, esto determinó un fuerte incremento en la pobreza. Para el conjunto del país la incidencia de la pobreza (HCR) creció un 24%, mientras que el índice de brecha de pobreza (BP) creció un 41% y el de desigualdad de la pobreza (FTG2) aumentó un 57% (Cuadro 5 anexo).

Nuevamente, la dinámica real de la acumulación de capital en Argentina en el marco de las reformas estructurales vuelve a mostrar que no alcanza con crecer para que el bienestar de la población mejore. Contra lo que suponen buena parte de los estudios sobre las consecuencias de las reformas, luego de una breve etapa de “derrame” donde los grupos más vulnerables mejoran su situación (aunque en general no recuperan los niveles de “bienestar material” pre-reforma) el “nuevo modelo económico” muestra su verdadero rostro (Cuadro 6 anexo). Más de 37% de la población de Argentina era pobre en octubre de 1998 (por comparación, en octubre de 1993 un 29,8% de la población era pobre).



Estado, capital y reformas estructurales.

A la luz de los resultados de la implementación de las políticas de reforma estructural en la Argentina, cabe preguntarse por el origen de las diferencias entre los preceptos del CW, los resultados supuestos de las reformas y sus desarrollo real en términos de políticas públicas y niveles de bienestar de la población.

La visión hegemónica (neoliberal) propone que las reformas estructurales y más en general las políticas públicas deberían ser el resultado de las discusión “racional” y que el Estado debería actuar para maximizar el bienestar (material) de los agentes también racionales. Las teorías del “votante mediano” presentan una versión estilizada de esta idea según la cual por medio de mecanismos de votación “democrática”, el Estado toma sus decisiones buscando maximizar el bienestar del “ciudadano mediano” representado a través del “agente representativo”.13 Ejemplo de esta literatura son los trabajos que relacionan la teoría del crecimiento endógeno con la teoría de la política económica endógena.14

Además, desde la óptica de la economía neoclásica las políticas públicas deberían dar el mayor margen de acción posible al “mercado” sin olvidar la necesaria acción del Estado para suplirlo o complementarlo, allí donde aquel no funciona eficientemente (por la existencia de “fallas de mercado”, “externalidades” u otras “rigideces” de corte nuevo-keynesiano). El Estado sería quien establece las “estructuras de incentivos” que enfrentan los “agentes privados” en sus relaciones (Przeworski, 2000: 270).15

Esta interpretación de las políticas públicas supone que el Estado surge de esa suerte de “contrato social” rousseaniano. El Estado sería el resultado de un “acuerdo” para ceder el uso legítimo de la violencia y garantizar así la paz social. Entonces, siguiendo a Przeworski, la calidad de la intervención estatal en la economía dependería en gran medida de la eficacia de los mecanismos que obligarían a los gobiernos a responder ante “el público” por sus acciones (Przeworski, 2000: 262). Desde esta lectura, con “instituciones” adecuadas el Estado no puede sino actuar en beneficio del conjunto de la población. Claro está que en determinadas circunstancias cuando la “voluntad popular” reclama por un mejor bienestar se utiliza una palabra de connotaciones estigmatizantes como la de “populismo” cuando ella parece no responder a los “imperativos” del mercado (Dornbusch y Edwards, 1991) y entonces el poder público debería ser transferido a agentes “independientes” de los intereses particulares (por ejemplo, a un banco central autónomo o a las agencias financieras internacionales).

Esta lectura parte de una visión de la dinámica de la sociedad contemporánea que niega su carácter capitalista y, por lo tanto, supone una interpretación equivocada del carácter del Estado en la sociedad.

En contraposición, para nosotros el Estado no es simplemente la “síntesis de la sociedad” sino que es un de las formas de aparición de la relación social de capital (Holloway, 1994). De esta manera, por un lado, en tanto que la existencia de cualquier Estado-nacional depende de la reproducción del capitalismo dentro de sus propias fronteras, el mismo intentará atraer y/o retener una parte del capital global buscando asegurar las condiciones favorables para su reproducción (Holloway, 1993: 85). Por otra parte, sin embargo, en tanto el mismo es expresión de una relación contradictoria, la relación capital-trabajo, no puede asegurarse que siempre el capital podrá resolver sus crisis a través del Estado (Holloway, 1993: 88). Es decir que en su accionar, el Estado expresa la correlación de fuerzas sociales y por ello, su forma y sus políticas a la vez será objeto y resultado de la lucha de clases (Clarke, 1992).

Contra lo que suponen, entre otros, el “enfoque de la regulación”, el Estado no se coloca por encima de la lucha de clases, como garante de la integración funcional del “régimen de acumulación” (Boyer, 1989).16 Al ser el Estado un aspecto de las formas de las relaciones capitalistas de clase es por lo tanto él mismo es objeto de lucha. De ahí que el Estado no resuelva las contradicciones del capital sino que las reproduce en forma política (Clarke, 1992). En consecuencia, para nosotros la crisis no será tanto la crisis de “formas institucionales” de regulación (de un “modo de regulación”) resultante, por ejemplo, de la no adecuación de los salarios reales a los incrementos de productividad del trabajo, sino más bien una crisis de las formas de dominación capitalista que permiten la generación de un excedente de valor y su apropiación ‘productiva’ por parte del capital (Féliz y Pérez, 2004).

El enfoque que utilizamos en este trabajo supone asimismo una crítica de la propuesta “regulacionista” que tratando de explicar la estabilidad en el tiempo de las relaciones capitalistas de clase, subordina el conflicto de clases a los imperativos de acumulación de capital (Bonefeld, 1992: 67). Si bien el enfoque de la regulación reconoce que las relaciones económicas están socialmente reguladas, subordinan la regulación de tales relaciones a las necesidades del capital (Clarke, 1992: 111).

Nuestra interpretación supone además comprender que la sociedad capitalista no se articula en torno a la producción de valores de uso sino a la producción de valor, y no simplemente de valor sino de plusvalor (Negri, 1991). Es decir, el crecimiento económico, el crecimiento en la riqueza material, como acumulación de valores de uso, no es más que un subproducto (necesario por cierto) de un proceso más relevante: la valorización del capital, la producción y reproducción del plusvalor.

En consecuencia, para comprender la implementación de las políticas de reforma estructural y sus efectos sobre el crecimiento, la pobreza y la desigualdad social, es necesario partir de una caracterización adecuada de la relación de capital (es decir, la relación capital-trabajo), como relación antagónica entre la imposición del trabajo y la resistencia a ello por parte de la población (Cleaver, 1995) y las diversas formas de aparición de esa relación (el Estado, el dinero, la ley.17

La economía política de las reformas estructurales en Argentina.

Contra lo que sostiene buena parte de la literatura y en particular quienes defendieron e impulsaron el proceso de reformas estructurales, entendemos que el mismo estuvo centralmente orientado a reconstituir la hegemonía del capital en el proceso de producción y reproducción de la sociedad argentina. Esto significa que, de producirse, el crecimiento económico no sería sino una consecuencia fortuita del inicio de un nuevo proceso de valorización de capital, no su objetivo real. Si el objetivo de la producción capitalista es la producción de plusvalor, el “soporte material” del mismo son los valores de uso (en tanto, el plusvalor está contenido en el valor de cambio de las mercancías) (Marx, 1991: 45). Por otra parte, por las propias características y objetivos del proceso de reformas, su éxito en términos de los objetivos del capital suponía fundamentalmente la reimposición del disciplinamiento social. Esto requería tanto el control de los procesos directos de trabajo y por lo tanto de los trabajadores ocupados como de los “excluidos”, “marginados” o “los pobres”. Es por este motivo que de reanudarse la acumulación de capital y el crecimiento económico era altamente probable que las condiciones materiales de vida de la mayoría de la población se deterioraran, pues era condición necesaria la desarticulación (debilitamiento) del poder de los trabajadores en el proceso de producción a escala social y su resultado debía ser el deterioro en sus condiciones de vida.

En lo que sigue buscaremos mostrar como el proceso de reformas estructurales iniciado a finales de los ochenta en Argentina apuntó a rearticular dos procesos esenciales en el proceso de valorización del valor. Por una lado, las políticas encaradas buscaron acentuar la separación de los productores directos, los trabajadores, de sus medios de trabajo (es decir, medios de producción) y de los medios de su propia reproducción. Es decir, alimentar su dependencia de la participación en el mercado como consumidores atomizados y como vendedores (individuales) de su fuerza de trabajo. Por otro lado, las reformas buscaron recuperar para el capital el control de los procesos de producción y reproducción de las relaciones sociales capitalistas como medios para la generación y apropiación capitalista del excedente resultante del trabajo colectivo de los productores directos. Si las crisis del capitalismo argentina fue (es), como intentaremos mostrar, el resultado de la dificultad del capital (de las empresas capitalistas) para articular procesos de acumulación (individuales y a escala social) que permitieran sostener una generación adecuada de plusvalor, las reformas estructurales fueron los instrumentos de una estrategia articulada con el fin de inclinar nuevamente la balanza del poder social claramente a favor éste.



Una nueva ‘acumulación originaria’ de capital

La valorización del capital presupone un doble proceso de separación (Marx, 1991). Supone, por un lado, que los trabajadores aparecen como no-propietarios de sus medios de producción (es decir, como oferentes de fuerza de trabajo en el mercado) y, por otro, que los trabajadores se encuentran separados de sus medios de subsistencia (es decir, aparecen como consumidores en el mercado). En efecto, las transformación del dinero y las mercancías en capital supone “que se enfrenten y entren en contacto dos clases muy diferentes de poseedores de mercancías; a un lado los propietarios de dinero, medios de producción y de subsistencia, … ; al otro lado, trabajadores libres, vendedores de la fuerza de trabajo propia … libres en el doble sentido de que ni están incluidos directamente entre los medios de producción, ni tampoco pertenecen a ellos los medios de producción” (Marx, 1995: 892).

La primer forma de la separación involucra el hecho de que los trabajadores se ven forzados a vender su capacidad de trabajar en el mercado pues no pueden acceder directamente a medios de producción a fin de satisfacer sus necesidades (tanto directamente a través de la producción para el auto-consumo, como indirectamente a través del intercambio de los productos de su trabajo por productos que satisfagan su consumo). La segunda separación supone que los trabajadores no pueden apropiarse directamente de aquellos productos que les permiten satisfacer sus necesidades sino que deben comprarlos en el mercado, en lugar de adquirirlo gratuitamente o por medio de alguna suerte de intercambio de “dones”.

Esa situación no es simplemente un estado de cosas sino que la reproducción del valor como capital requiere la reproducción de esa separación. Esto significa que los trabajadores deben sistemáticamente re-aparecer en el mercado de trabajo como tales, sin medios de producción y sin medios para la reproducción de su vida, producto de la expropiación sistemática de los productores, del producto de su trabajo (Bonefeld, 2002).

Si bien este doble proceso se reproduce de manera tendencial en el capitalismo por la propia dinámica de la valorización del capital, en determinados períodos históricos el mismo adquiere una dimensión extraordinaria. En esas circunstancias, el proceso de separación supone la aplicación de una forma particular de violencia que podría denominarse “extra-económica” pues requiere la intervención abierta del Estado a favor del capital (aunque es cierto que detrás de la propia violencia de las relaciones mercantiles está siempre presente la violencia más directa, el poder más crudo, la “violencia como potencia económica”; Kohan, 2003: 327). Marx explica en detalle el proceso de “acumulación originaria de capital” producto del cuál se constituyen las condiciones iniciales para la acumulación capitalista: los “cerramientos” en Inglaterra en los siglos XVI y XVII. Estos “cerramientos” supusieron transformar la propiedad común de la tierra y los recursos de la naturaleza en propiedad “privada” (o “privadora” como nos dice Eduardo Galeano). Esta transformación “requirió” la directa y abierta participación del Estado. Al “cerrar” aquello que era común (“abierto” a todos; hoy se diría “público” aunque no “estatal”) la mayor parte de la población se vio convertida en “trabajo libre” a la vez que unos pocos se convertían en “capitalistas” (no trabajadores).

Este proceso de “acumulación originaria” supuso el uso de la violencia física del capital sobre los trabajadores, tanto de manera directa como por intermedio del Estado. Procesos similares de expropiación “originaria” se produjeron también, por ejemplo, cuando los Pueblos originarios de América fueron despojados de sus derechos sobre el uso de la tierra y los recursos naturales.

El período de implementación de las reformas estructurales en la Argentina pueden ser entendido como una de tales etapas de constitución originaria del capital como relación social, donde se establecen las bases para el despegue de un nuevo ciclo de valorización en una escala cuantitativa y cualitativamente diferente.18 En efecto, en Argentina las reformas estructurales supusieron la imposición de los dos niveles de separación mencionados. Por un lado, a través de una multiplicidad de iniciativas durante la primera mitad de la década de los noventa el capital propició un proceso de “acumulación originario” que permitió concentrar una masa de capital en poder de los sectores capitalistas dominantes de una manera que no había sido posible en años. La transferencia de activos del sector público al sector privado a través del proceso de transferencia de las empresas públicas al capital (privatizaciones), la reestructuración del endeudamiento publico y el “reconocimiento” de deudas preexistentes (del Estado con el “sector privado”), la nueva estructura de distribución de ingresos que se consolidó después de sucesivos golpes hiperinflacionarios y la confiscación de los depósitos bancarios, crearon las condiciones para el despegue de un nuevo ciclo de acumulación de capital: la participación de los salarios en el ingreso cayó un 26,1% entre el período 1984-88 y el período 1991-93, entre 1991 y 1993 se transfirieron a la operación capitalista empresas públicas con ventas por un valor de 9600 millones de dólares (Basualdo, 2000: 87), los niveles de endeudamiento público pasaron de 39 mil millones de dólares a 57 mil millones de dólares entre 1991 y 1994 (Basualdo, 2000: 223).

Por otro lado, buena parte de las reformas estructurales establecieron una mayor separación entre los productores directos y sus condiciones materiales de vida. En efecto, revirtiendo la tendencia histórica desde al menos principios del siglo XX a la des-mercantilización progresiva de la provisión de valores de uso, se desarrolló un acelerado proceso de privatización de los espacios comunitarios y públicos. En parte este proceso operó como medio para la “acumulación originaria” pero a su vez “creó mercados” para la valorización del capital allí donde antes se privilegiaba la distribución no capitalista (en muchos casos, no mercantil) de valores de uso (usualmente denominados servicios públicos “esenciales” como la salud, la educación, la vivienda, etc.). En la Argentina, sobre todo en los primeros años de la década de los noventa, el capital pudo operar un fuerte proceso de colonización de esferas esenciales para la reproducción de la vida que se encontraban total o parcialmente alejadas de la lógica de valorización del capital: la provisión de numerosos servicios públicos (agua potable, energía eléctrica, gas, teléfonos, etc.) que fueron privatizados, la seguridad social transformada en parte del circuito de valorización financiera (a partir de la creación del sistema de jubilación privada), la explotación de recursos productivos de propiedad social fue cedida a la explotación capitalista (como los recursos hídricos, hidrocarburíferos, etc.) al igual que el uso del espacio físico común (con la cesión del espacio aéreo y el espacio radioeléctrico, o la concesión de rutas o vías férreas). A esto cabría agregar las tendencias a la privatización (mediante la imposición de aranceles, cuotas y a través del ahogo presupuestario) de los servicios públicos más esenciales, como la educación y la salud, entre otros.

En definitiva, junto con la transferencia de recursos operada por la vía de una violenta estrategia de “acumulación originaria”, la privatización de los espacios comunes19 y con ella de la creciente mercantilización de la reproducción de la vida, constituyó uno de los puntos de partida de un nuevo proceso de valorización del capital en escala ampliada en la Argentina de fines del siglo XX.

Juntar y dividir, la reestructuración del proceso social de producción.

Simultáneamente con el violento proceso de expropiación de las condiciones de vida y de los medios de producción, las reformas estructurales en Argentina implicaron una profunda reestructuración de los procesos de producción y reproducción de la sociedad.

Una de las causas fundamentales de la crisis de acumulación capitalista en Argentina, que hizo eclosión a mediados de los setenta, había sido la creciente dificultad encontrada por el capital para controlar los procesos de trabajo a escala social, garantizando simultáneamente la generación de un excedente con su apropiación y disposición a los fines de la reproducción ampliada (Féliz y Pérez, 2004). Durante este período se produjeron numerosas movilizaciones, tomas de fábricas, huelgas, etc.20 La resistencia popular se extendió cada vez con mayor intensidad más allá de las fronteras de la fábrica, al conjunto de la “fábrica social”.21 Las transformaciones impulsadas en Argentina desde mediados de 1975 tuvieron como objetivo central re-encauzar la utilización del trabajo social bajo el control “autocrático” del capital. A partir de 1976 el gobierno militar produciría un profundo cambio las condiciones en las que se desarrollaría el conflicto social. El capital buscó reconstituir por medio del uso de un nivel de violencia y represión en escala ampliada el proceso de valorización del capital a escala también ampliada. “Si el dinero, como dice Augier, ‘viene al mundo con manchas de sangre en una mejilla’, el capital lo hace chorreando sangre y lodo, por todos los poros, desde la cabeza hasta los pies” (Marx, 1995: 950).

De cualquier manera, la experiencia del período previo a 1989 mostró al capital las dificultades de imponer sus objetivos de disciplinamiento global de la sociedad, solamente mediante la apertura de la economía, pero sosteniendo elevados niveles de ocupación de la fuerza de trabajo (Féliz y Pérez, 2004). La recomposición de la clase trabajadora luego de la dictadura, mostró los límites de tal estrategia. Los sectores del capital, reconociendo las dificultades del camino encarado, continuaron con su fuga hacia delante. La caída de la inversión real (la inversión bruta fija se redujo un 1,7% promedio anual entre 1983 y 1991) y la fuga de capitales se convirtieron en expresiones de esa incertidumbre por parte del capital. De todas maneras, la persistente caída de la inversión durante esta período acentuó la disminución de los requerimientos de fuerza de trabajo y los salarios y su participación en el ingreso nacional continuaron declinando. Entre 1983 y 1991 los salarios reales cayeron un 3,3% promedio anual (Féliz y Pérez, 2004). En efecto, si algo había conseguido la dictadura militar (1976-1983) fue articular una nueva correlación de fuerzas, ahora favorable a los sectores del gran capital (Bonnet y Glavich, 1993: 17). Sin embargo, no habían conseguido articular todavía un nuevo proceso de acumulación de capital. Entre 1988 y 1990, se terminó de conformar el terreno para la etapa final de la reestructuración regresiva. A la creciente sub-utilización de la fuerza de trabajo (desocupación y subocupación) que debilitaba la capacidad de resistencia de los trabajadores, el proceso hiperinflacionario aplicó con toda su fuerza la “violencia del dinero” dando un golpe definitivo a tal resistencia.22

Contra lo que suele afirmarse entendemos que la crisis de la economía Argentina en los setenta y ochenta no tenía que ver tanto con la errónea intervención estatal o los desequilibrios fiscales o monetarios. Como señalamos, las políticas públicas son el resultado del conflicto de clase, y la crisis del Estado no es más que la expresión política de la crisis de la relación de capital (Clarke, 1992). Las dificultades del Estado para articular una política fiscal “sostenible” era el resultado de la imposibilidad de controlar el poder del trabajo que había conseguido hasta mediados de los setenta importantes avances en términos de la generalización de una serie de beneficios sociales no mercantilizados que sólo contribuían a restar una porción creciente del excedente de valor al proceso de acumulación (Féliz y Pérez, 2004).23 De igual manera, la imposibilidad de estructurar una política monetaria y cambiaria coherente reflejaba la utilización de esos instrumentos en la batalla por la apropiación del valor social. La política monetaria y fiscal se habían convertido durante el período “peronista/keynesiano/desarrollista” (1943-1974) en un medio para canalizar las tensiones distributivas. En definitiva, la crisis de la economía Argentina, que las reformas estructurales venían a “resolver”, era resultado de las dificultades de parte del capital (tanto directamente como a través del Estado) para controlar la producción y apropiación de trabajo excedente o plusvalor.

En ese sentido es que las reformas estructurales, aceleradas hacia finales de la década de los ochenta, buscaron atacar al mismo tiempo ambas facetas del proceso de organización capitalista de la producción. Por un lado, intentando recuperar la capacidad de generación de un excedente productivo logrando la recreación niveles suficientes de plustrabajo (plusvalor), lo cual requería incrementar la productividad del trabajo re-organizando los procesos de trabajo para aumentar el producto del trabajo social combinado.24 La propia producción de plusvalor, de trabajo excedente, se había convertido en un problema central a resolver.

Pero, por otra parte, y simultáneamente, el capital buscó desarticular la capacidad de resistencia de los trabajadores a fin de evitar que los mismos pudieran reclamar efectivamente ese excedente, resultado del trabajo colectivo. En efecto, en cualquier sociedad la separación y división en las relaciones sociales de quienes son productores directos permite a aquellos que median entre ellos capturar los resultados de la cooperación del trabajo en la producción (Lebowitz, 2003: 86). En la sociedad capitalista esto implica que mientras el capital paga a los trabajadores como si actuaran como individuos separados (pagándoles un salario igual al costo de reproducción de su fuerza de trabajo), el capitalista logra apropiarse de los resultados de su cooperación sin costo alguno. Las reformas debían, a un solo tiempo, garantizar para el capital la generación de plusvalor y su apropiación capitalista, algo que en la Argentina había sido puesto en cuestión desde mediados de los setenta.25



Reestructuración del capital

En relación al primer objetivo, la re-organización del trabajo social con la intención de incrementar su productividad media y, caeteris paribus, aumentar el trabajo excedente, tuvieron una central importancia la apertura unilateral de la economía (tanto en términos financieros como comerciales) y la fijación de la convertibilidad monetaria. Esta última, si bien no estaba incluida entre las “recomendaciones” del CW, fue un instrumento esencial para alcanzar sus objetivos.

Ambas políticas forzaron una profunda reestructuración productiva, es decir una profunda reestructuración del capital. La apertura de la economía y la convertibilidad de la moneda (como parte esencial de lo que se dio en llamar “Plan de Convertibilidad”) permitieron reubicar al mercado mundial como espacio de disciplinamiento para el conjunto de los capitalistas que operaba en la Argentina.

En los años de crisis anteriores a la década de los noventa, el capital no solo debió enfrentar a un movimiento obrero que se encontraba cuestionando la legitimidad de la “forma” capitalista de producción y apropiación de riqueza, sino que el propio capital enfrenta una crisis de hegemonía y domino. La crisis expresaba en tal sentido una crisis de “conducción” al interior del propio capital pues las transformaciones ocurridas a lo largo de las décadas del proceso de “sustitución de importaciones” había puesto en entredicho la hegemonía de los sectores “nacionales” del capital frente al peso creciente del capital “trasnacionalizado”.

En los setenta había entrado en crisis la dominación del “capital industrial nacional” en el control de los ejes centrales de la acumulación de capital. En efecto, estos sectores del capital habían conseguido la intervención estatal a su favor a través de diversos mecanismos de protección y subsidio. Estos mecanismos actuaron, de alguna manera, como medios para enfrentar la creciente resistencia obrera a los procesos de racionalización (Féliz y Pérez, 2004).26 Uno de los mecanismos más típicos fue la política cambiaria y de comercio exterior, que tendía a proteger al capital industrial frente a la competencia extranjera, actuaba como un mecanismo poderoso para la redistribución del plusvalor desde los sectores que se apropiaban de rentas (como los agro-productores y los productores de hidrocarburos) y a su vez proveía de un instrumento clave para la reducción del valor de la fuerza de trabajo, la devaluación de la moneda.

La crisis de control capitalista del proceso global de producción y reproducción social dio lugar a un ataque sistemático contra la clase trabajadora pero para conseguirlo desató un violento proceso de reestructuración del propio capital (Féliz y Pérez, 2004). Sin embargo, la experiencia histórica terminó por mostrar que no alcanzaba con transformaciones leves o políticas gradualistas (como las que expresaron los diferentes programas de “ajuste” ortodoxo, como el de 1976-1982, o heterodoxo, como el “Plan Austral” de 1985-1987, aplicados durante los setenta y ochenta), sino que se requería una estrategia de “choque”, un programa integral, una ataque frontal a las condiciones que permitían la resistencia de los trabajadores. Eso fue el “Plan de Convertibilidad”, una estrategia que implicó, por una parte, disciplinar al trabajo a través del disciplinamiento del capital. Este disciplinamiento provendría de volver a colocar al “mercado mundial” como el patrón de referencia y eficiencias productiva para el capital doméstico.

Con la imposición de la apertura comercial y financiera y la convertibilidad del tipo de cambio, la necesidad de competir con el capital global en cada esfera de la producción y la imposibilidad de forzar políticas de tipo “empobrecer al vecino” a través de la devaluación de la moneda doméstica o la utilización de la política arancelaria, forzaron a los capitalistas locales en su conjunto a encarar cambios en la organización de sus procesos de trabajo. En efecto, la reimposición de la disciplina del mercado impedía a los capitales locales sostener su rentabilidad a pesar de sus bajos niveles de productividad. El mercado mundial elevaba el estándar que las empresas capitalistas debían alcanzar en términos de menores costos unitarios y aquellas que no pudieran alcanzarlo serían forzadas a desaparecer.

Pero si bien el capital (y el Estado capitalista) perdió algunos instrumentos de política económica, las nuevas condiciones de competencia forzaron al conjunto de las empresas capitalistas a emprender una batalla sin cuartel contra los trabajadores que ellas mismas empleaban. En efecto, mientras hasta fines de los ochenta las empresas capitalistas habían podido trasladar a sus precios las concesiones salariales y las perdidas de productividad, la apertura del comercio exterior y la fijación cambiaria hacían inviable tal tipo de conducta. A partir de ese momento, sería más imperioso atacar el poder de los trabajadores en el seno mismo del proceso directo de producción.

La reestructuración productiva (señalada por algunos como “reestructuración regresiva”, ver Nochteff, 1991) significó la aceleración de los procesos de centralización y concentración del capital. La misma implicó no sólo la consolidación de un reducido grupo de grandes capitales sino a su vez la redistribución del poder al interior de la cúpula del capital (Basualdo, 2000). En efecto, los sectores vinculados a la actividad financiera comenzaron a ganar una centralidad de la que carecían en décadas anteriores. El mayor poder de los sectores capitalistas vinculados al capital financiero estuvo asociado a la profunda reestructuración capitalista, que requería la disposición de los flujos de plusvalor en su forma dineraria hacia los nuevos sectores privilegiados para la explotación del trabajo.

Hacia un nuevo disciplinamiento del trabajo

Si por una parte la apertura de la economía y la convertibilidad establecieron los nuevos patrones para el disciplinamiento de los capitalistas individuales al interés del capital como un todo (esto es, a la necesidad de reestructurar el conjunto del proceso social de trabajo) a su vez crearon las condiciones que enmarcaron el ataque del capital contra los trabajadores.

Las reformas estructurales además de permitir la renovada “combinación” de los trabajadores incrementando la productividad del trabajo social por encima de sus “costos” necesarios, debían permitir la “separación” de los mismos de manera de garantizar para el capital el “derecho”, como mediador del proceso de producción, a los frutos del trabajo social excedentario (Marx, 1991; Lebowitz, 2003). Para ello, el capital debía lograr de manera simultánea la descomposición política de la clase trabajadora y la constitución de una nueva subjetividad del trabajo.

Cuando hablamos de composición política de la clase trabajadoras lo hacemos en el sentido propuesto por Cleaver (1992). Al igual que el concepto de “composición del capital” este concepto refiere a la organización del proceso (global) de producción. Sin embargo, mientras ese concepto refiere al dominio agregado del capital constante sobre el capital variable, la “composición de clase” refiere a la estructura de poder de clase existente dentro de la división del trabajo asociada con una particular organización de capital constante y variable (Cleaver, 1992: 113). Mientras el capital busca estructurar una determinada “composición de clase” (es decir, una particular distribución del poder inter-clases e intra-clase) que le permita controlar adecuadamente a la clase trabajadora para garantizar la acumulación, los trabajadores sistemáticamente enfrentan, rechazan y resisten, ese control. Buscan así “recomponer” las estructuras y la distribución del poder de manera de cambiar la correlación de fuerzas frente al capital (Cleaver, 1992: 114). Por otra parte, por subjetividad del trabajo entendemos al conjunto de las relaciones sociales que constituyen al trabajo como una “forma social” (Holloway, 2002). En efecto, la batalla por la subjetividad del trabajo se expresa en la lucha de los trabajadores en relación a la definición de su identidad, de la ideología y símbolos sociales, la batalla en torno a la ley, las formas de institucionalización y regulación del conflicto de clases y a la política, etc. (Dinerstein, 2001). El trabajo como forma social existe al menos a través de tres formas de expresión: su identidad, su organización y sus estrategias de resistencia (Dinerstein, 2001). Por otra parte, el trabajo como actividad social es mediado por el capital, el cual a través de sus formas más típicas (el Estado, el dinero y la ley) buscan garantizar su comando sobre el trabajo. La disputa por la subjetividad del trabajo supone, entonces, una lucha por la constitución de los trabajadores como agentes útiles al proceso de valorización del capital, desde su perspectiva, mientras que desde la perspectiva de los trabajadores, refleja su batalla por mejorar sus condiciones de vida y recuperar el control de sus condiciones sociales de existencia.

La descomposición política de la clase trabajadora y la constitución de una nueva subjetividad del trabajo fueron esenciales a comienzos de los noventa, tanto para conseguir la nueva “combinación” del trabajo social (en nuevos sectores y ramas productivas, con nuevas formas de organización de los procesos de trabajo y nuevas reglas de gestión de la fuerza de laboral, etc.) como para asegurar la “separación” necesaria de los trabajadores. Eran a su vez presupuesto y resultado de las transformaciones que el capital estaba buscando. La reestructuración del capital a escala social requería el disciplinamiento de los trabajadores para poder avanzar y, simultáneamente, debía tener como consecuencia ese disciplinamiento para que el capital pudiera apropiarse de los frutos de esa reestructuración. Tal vez por eso el proceso de reformas implicó combinar niveles excepcionales de intervención “no-económica” con la simultánea expansión de la “mano invisible” del mercado. La experiencia histórica había mostrado que el capital no podría por si sólo, de manera directa, forzar la transformación de la organización social del trabajo (Féliz y Pérez, 2004). En consecuencia, las propias reformas estructurales que proponían la “salida” del Estado, suponían una profunda y decidida intervención estatal. Así, el Estado intervino directamente modificando la distribución de recursos y derechos, siendo actor clave en la nueva “acumulación primitiva”, al tiempo que así estableció las bases para que el capital pudiera luego, no a través de las “fuerzas del mercado” sino en el marco de nuevas “instituciones” que reconocen la nueva correlación de fuerzas, establecer por sí mismo una nueva disciplina social.

Es necesario comprender que el Estado es que una de las formas de aparición de la relación de capital (Holloway, 1994) y como tal expresaba, de manera mediada, la nueva correlación de fuerzas sociales. Esta correlación había sido claramente alterada a partir de los procesos hiperinflacionarios de 1989-90. En ese período la “violencia del dinero” se había impuesto como una marca indeleble. La violencia del dinero está implícita en el hecho de que en las economías capitalistas la reproducción de la vida se articula en torno a la compra-venta de mercancías y por lo tanto al acceso al dinero. La desaparición del valor del dinero (en la hiperinflación) o a la ausencia misma de la posibilidad de acceder a suficientes cantidades del mismo (producto del desempleo y la deflación salarial) imponen abiertamente la violencia de las relaciones dinerarias sobre la población.

La crisis de la relación de capital, había llegado a su punto cúlmine en esos años en Argentina. El Estado claro está, no podía simplemente “resolver” las contradicciones de la relación de capital, sino que las reprodujo bajo la forma de una crisis política sin precedentes. La propia existencia del Estado había sido puesta en cuestión pues el capital se negaba a continuar aportando a sostenerlo. Durante los meses de transición entre los gobiernos de Alfonsín y Menem (entre Mayo de 1989 y Julio/Agosto de 1989) los sectores más concentrados del capital perpetraron un “golpe de mercado”, deteniendo su pago de impuestos, especulando contra la moneda nacional y desatando una “estampida inflacionaria”.

Los golpes hiperinflacionarios, el inicio del programa de privatizaciones y la reestructuración de la deuda externa marcaron el comienzo de un nuevo ciclo de hegemonía del capital. En consecuencia, si el Estado apoyó, por un tiempo casi sin miramientos, el avance del capital fue porque este había vencido al trabajo en la batalla por el control del aparato estatal y no porque los “policy makers” se habían dado cuenta de la “irracionalidad” de las políticas económicas anteriores. En efecto, como el Estado es “objeto y resultado de la lucha de clases” (Clarke, 1992), su accionar no hace sino reflejar el estado de esa lucha. La derrota transitoria de la clase trabajadora, con su consecuente descomposición política, permitió en consecuencia la imposición de la nueva estrategia de acumulación de capital (Féliz y Pérez, 2004; Battistini, Deledicque y Féliz, 2002).



Disciplina, desempleo y flexibilidad

Decíamos entonces que el capital necesitaba establecer una nueva estrategia de disciplinamiento social con el objetivo de garantizar, no sólo la imposición de una nueva organización del trabajo social, sino también una apropiación capitalista del plusvalor. Es decir, una apropiación del trabajo social excedente que permitiera la generación a escala ampliada de más valor. Al igual que la reestructuración del capital social, otros dos grandes procesos aparecieron como esenciales, al menos inicialmente, para lograr ese objetivo: la expansión de la sobrepoblación relativa y la “flexibilización” de las condiciones de trabajo. Estos procesos, precondiciones para restaurar la valorización del capital, serán los que permitirán explicar la paradoja del “crecimiento SIN equidad”.

Por una parte, la reestructuración productiva significó la expulsión violenta de cientos de miles de trabajadores a la condición de sobrepoblación relativa. El cierre de numerosos capitales que no pudieron hacer frente a la competencia inter-capitalista y la innovación en los procesos de trabajo que implicó el desplazamiento acelerado de capital variable por capital constante. Por ello, en los primeros años de la década de los noventa se produjo una explosión en los niveles de desempleo abierto y subempleo de la fuerza de trabajo. Simultáneamente, la fuerza de trabajo que se encontraba “latente” en los hogares (los jóvenes y cónyuges, los ancianos, etc.) pasaron a engrosar las filas activas del “ejército de reserva” (Battistini, Deledicque y Féliz, 2002; Neffa y otros, 2001; Féliz, Deledicque, Sergio y Storti, 2002). Entre 1991 y 1998 la desocupación subió desde un promedio de 6,5% a 12,8%. La “violencia del dinero” se reimponía con toda su fuerza sobre los trabajadores. Como ya señalamos se estaba produciendo una creciente mercantilización de las condiciones de existencia de la fuerza de trabajo; por otra parte, la expulsión de miles de obreros al desempleo o subempleo estaba separando un paso más a los trabajadores de los medios de trabajo y de sus medios de vida.

Junto con la expansión de la sobrepoblación relativa (el desempleo y subempleo, abierto y encubierto), el capital aceleró durante la década de los noventa la ofensiva para reestructurar las relaciones de trabajo. Esto fue impulsado, por un lado, a través de la modificación en los procesos de trabajo. La innovación en procesos, por la incorporación de nuevas maquinarias y el cambio en la organización técnica del trabajo al interior de las plantas, se tradujo en una descalificación de los puestos de trabajo, lo cual debilitó de manera estructural la capacidad de resistencia de los trabajadores. La calificación técnica y los saberes aprendidos en el sistema de educación formal perdieron relevancia en los procesos de trabajo; el llamado “capital humano” acumulado por los trabajadores perdió aceleradamente su valor de cambio transformándose en “paracaídas” para desacelerar la caída en lugar de “escalera” que permite ascender en la jerarquía entre los trabajadores (Filmus, 1999: 116-117). En consecuencia, frente al creciente nivel de desempleo el capital pudo imponer (aunque no sin dificultades) una intensificación del trabajo y una desvalorización de la fuerza de trabajo. Progresivamente la pobreza dejaba de asociarse esencialmente al desempleo.27 Hacia 1998 más del 15% de los trabajadores ocupados se encontraban en situación de pobreza por ingresos (Panigo, Pérez y Saller, 2003).

Pero la batalla del capital por la “flexibilización” de las condiciones de trabajo no sólo se dio directamente al interior de las plantas (donde el capital recuperaba su poder “autocrático”) sino que buscó a través del Estado la imposición de una nueva legislación laboral que institucionalizara una nueva correlación de fuerzas (Battistini, Féliz y Deledicque, 2002: 196). Con ideas y vueltas, marchas y contramarchas, durante la década de los noventa el capital consiguió que la legislación laboral legitimara una creciente movilidad interna (en particular, una creciente poli-funcionalidad de los trabajadores que facilitaba, sobre todo, el aumento en la productividad laboral) y externa del trabajo (especialmente, la reducción en los costos de contratación y despido de fuerza de trabajo, que reducía el poder de negociación de los trabajadores) (Battistini, Féliz y Deledicque, 2002). Las nuevas condiciones de funcionamiento del mercado de trabajo debilitaban por una parte el poder de los trabajadores pero a su vez expresan sus propias dificultades para resistir en el nuevo contexto de la lucha de clases. La descomposición política del trabajo se reflejó entonces en la creciente dificultad de encarar acciones colectivas de carácter masivo. La crisis de la subjetividad del trabajo se vio en parte reflejada en la crisis del sindicalismo tradicional y sus estrategias de confrontación y resistencia (Battistini, Féliz y Deledicque, 2002; Féliz y Pérez, 2004; Svampa y Pereyra, 2003).

En definitiva, lo expuesto muestra como el crecimiento económico no fue más que un subproducto de la exitosa reestructuración de las condiciones de producción y reproducción de la relación de capital (es decir, del proceso de valorización a escala social). Como tal proceso suponía el debilitamiento estructural del poder de los trabajadores para controlar (parcialmente) los procesos de trabajo y disputar la apropiación del excedente social, las reformas tenían implícita la necesidad de empobrecer y heterogeneizar (“desigualar”) a la población. Como resultado de las características y objetivos reales del proceso de reestructuración y reformas estructurales, el crecimiento económico acelerado se convirtió en un proceso de empobrecimiento y alienación creciente. Durante la década de los noventa la Argentina fue fiel exponente de problema planteado por Marx en sus manuscritos de 1844: “El obrero se hace más pobre mientras mayor riqueza produce, mientras más aumenta su producción en poderío y extensión. … El valor creciente del mundo de las cosas determina la directa proporción de la devaluación del mundo de los hombres” (Marx, 1975: 71, cursivas en el original).



Disciplinar al trabajo, disciplinar a la sociedad

La precarización de las condiciones vigentes en el mercado de trabajo se impusieron como un nuevo instrumento para el disciplinamiento de la población tanto al interior de los procesos directos de producción como, en sentido más amplio, en el conjunto del proceso social de producción. Este es un punto importante de resaltar. El proceso de valorización del capital, que incluye los diferentes procesos de trabajo, debe siempre entenderse a escala social y no simplemente a la escala de una fábrica en particular o siquiera en simplemente en el conjunto de las empresas capitalistas.28



Subsunción real, “exclusión” y las nuevas políticas sociales

La desocupación y la precarización del trabajo implicaban una creciente presión para que los trabajadores ocupados se “adaptaran” a las exigencias del capital. Sin embargo, eso no era condición suficiente para que el capital recuperara el control sobre la producción y reproducción de la sociedad. La creciente masa de trabajadores precarizados, expulsados del trabajo formal hacia la informalidad y el trabajo casual, aquellos trabajadores desocupados de larga duración, todos ellos se convertirían en un problema con el que los “hacedores de política” deberían enfrentarse.

Contra las teorías que ven a este conjunto de trabajadores expulsados de las condiciones típicas del empleo “fordista”, muchas veces considerados como “marginados” o “excluidos”, en las sociedades contemporáneas, y en particular la sociedad argentina, la subsunción real de la sociedad en el capital (Negri, 1992) implica que este “ejército de reserva” de fuerza de trabajo no se encuentran simplemente en “reserva” sino que deben activamente ser puestos a trabajar en la circulación y reproducción del capital (Cleaver, 1992).

Mientras bajo la subsunción formal del trabajo, el capital todavía no ha logrado convertirse en la fuerza dominante, capaz de determinar la forma de la sociedad como un todo (Dinerstein, 2002), cuando el capital subsume realmente al trabajo y con ello al conjunto de la sociedad, “las fuerzas productivas sociales del trabajo … aparecen en el proceso inmediato de producción … como fuerza productiva del capital, no como fuerza productiva del trabajo… y en todo caso no como fuerza productiva del obrero individual ni de los obreros combinados en el proceso de producción” (Marx, 1981: 59). En ese momento, el capital abarca al conjunto de las relaciones sociales, ya no hay “afuera”.

En ese marco, en lugar de excluir a los sujetos, el desempleo (parcial o total) intensifica la subsunción real de los trabajadores en el capital (Dinerstein, 2002: 212). Los desempleados se convierten en otra forma de capital viviente forzados a vender su fuerza de trabajo pero sin poder hacerlo, y donde se intensifica la tensión entre lo que somos y necesitamos, y si aquello que somos y necesitamos es útil al capital Así, en la condición de desempleado, la lucha por la subjetividad aparecerá como un rechazo a ser “invisibles” (Dinerstein, 2002: 213-214).

El control de la sociedad (la “fábrica social”) por el capital, requerirá entonces también una estrategia en relación con estas crecientes masas de fuerza de trabajo “superflua” pero potencialmente conflictiva. El capital debe encontrar los medios para manejar a los nuevos “paupers”, el “peso muerto” del ejército industrial de reserva (Marx, 1995: 802).

Las transformación de las políticas públicas denominadas “políticas sociales” tuvo así un lugar clave en la contención y canalización del conflicto inherente a la nueva configuración del proceso social de producción. El Consenso de Washington, en particular a través de su la más importante agencia de “promoción del desarrollo”, el Banco Mundial, tenía un nombre para las nuevas políticas sociales: políticas sociales focalizadas (Salama y Valier, 1996), la punta de lanza de las “reformas de segunda generación”.

En un proceso que había durado décadas los trabajadores habían logrado imponer, hacia mediados de los setenta, un creciente grado de des-mercantilización y universalización de las condiciones de reproducción de la vida (Féliz y Pérez, 2004). Las políticas sociales universales, que incluían desde el acceso generalizado a la seguridad social hasta la creación de un sistema de salud y educación público y gratuito de carácter masivo, habían permitido a los sectores no propietarios “aislar” (al menos parcialmente) su supervivencia de los vaivenes del mercado de trabajo. Contra la universalidad de los beneficios sociales, las políticas sociales del CW buscaban individualizar el acceso al bienestar social. Si la universalidad había sido el reflejo de poder del trabajo sobre el capital, la focalización y descentralización de las políticas sociales marcaba papel disciplinador que el capital buscaba imponer en el diseño de las mismas. A través de la condicionalidad, los trabajadores se veían crecientemente forzados a adaptarse a la disciplina del mercado (del capital) para acceder a los beneficios de la seguridad social en sentido amplio. Quienes se negaran a cumplir con las condiciones impuestas (o no pudieran hacerlo) serían señalados como “no merecedores” y por tanto abandonados a su suerte.

Las nuevas políticas sociales y la crisis de control capitalista de la sociedad

En la década de los noventa, se generalizaron por primera vez un conjunto de políticas específicas de “combate a la pobreza” que habían sido marginales con anterioridad. Los primeros en aparecer fueron los programas de alimentación. El Plan Alimentario Nacional (PAN) en la década de los ochenta fue un primer ejemplo, que luego sería seguido por numerosos programas con similares objetivos (Repetto, 2001). Estos programas orientados a un conjunto creciente de hogares empobrecidos intentaron contener el descontento y la acción colectiva por dentro de los canales institucionalizados (y por tanto, controlados/controlables). No siempre lo lograron, como bien lo demostraron los saqueos de fines de los ochenta y fines del año 2001. A estos programas se fueron agregando otros con la misma lógica (focalización/condicionalidad), significativamente los llamados “programas de empleo temporario” o “Planes Trabajar” (Repetto, 2001: 204). En sus varias versiones, estos programas se orientaron a contener lo que se convertiría en el eje de la nueva conflictividad social hacia mediados de la década de los noventa: los trabajadores desocupados.

Uno de los grandes logros del capital a comienzos de la década de los noventa había sido lograr la descomposición política de la clase trabajadora. A través de las reformas estructurales había logrado imponer una nueva subjetividad del trabajo, poniendo en duda las viejas lealtades, identidades y prácticas de lucha y resistencia. Mientras en “la fábrica” los trabajadores buscaban con dificultad nuevos medios para enfrentar al capital, en el “territorio” los trabajadores (desocupados en general, pero no exclusivamente) comenzaban un lento pero significativo proceso de recomposición política. El “barrio” se estaba convirtiendo en la nueva “fábrica” (Svampa y Pereyra, 2003: 36).

En un principio, la tendencia en la academia y entre los “hacedores de política” fue tomar el problema de la desocupación masiva como un problema de “exclusión social” o “pobreza” (por ejemplo, Minujin, 1993). En tal sentido, las políticas publicas debían apuntar a asistir a aquellos que habían sido “expulsados” del sistema productivo o se encontraban en sus márgenes (Salama y Valier, 1996: 146). El problema era ayudar en el corto plazo a quienes tenían dificultades para ajustarse al nuevo “modelo económico”, mientras que en el largo plazo el crecimiento económico resolvería el problema. Sin embargo, claro está, las políticas de asistencia debían ser “focalizadas” en aquellos “pobres/desocupados que lo merecen” (los “deserving poor/unemployed”). Merecedores de “ayuda” debían ser aquellos que se “preocupaban” por buscar un empleo. Claro está, estos actúan como nuevos competidores en el mercado laboral y sólo en esa situación eran útiles al capital. Se sostenía, por otro lado, que las políticas sociales generalizadas reducían los incentivos a aceptar la disciplina del mercado o que beneficiaban a quienes no lo necesitaban (en general se hablaba de los “sectores medios”).

Sin embargo, la constitución de un crecientemente poderoso movimiento de trabajadores desocupados (una novedad en América Latina, con pocos paralelos en el mundo) dio a los desocupados una nueva “visibilidad” (Dinerstein, 2002: 216-220). Mientras la teoría de la “exclusión social” colocaba a buena parte de los desocupados “afuera” del sistema, los nuevos “paupers” mostraron formar parte de la relación social de capital29.

La aparición de los desocupados como sujeto político (quienes pronto asumieron la denominación de “piqueteros” en referencia a su táctica de lucha más común, el “corte de ruta”) como parte de la “clase-que-vive-del-trabajo” (como Ricardo Antunes gusta denominar a todos aquellos que viven de la venta o utilización de su fuerza de trabajo, Antunes, 1999) colocó al Estado en la difícil situación de disciplinar a quienes el “mercado de trabajo” no podía disciplinar pues pretendía dejarlos “fuera”. Sostener la aceptación pasiva del “nuevo modelo económico” por parte de la población era una de las principales preocupaciones de los gobiernos y uno de los objetivos de las nuevas políticas sociales que debían intentar “demostrar [al menos] que el nuevo modelo de desarrollo es compatible con la corrección gradual de las grandes desigualdades sociales existentes” (Ocampo, 1998. Corchetes nuestros).

Los “Planes Trabajar” se convirtieron a partir de 1993, con la primera explosión social vinculada al (des)empleo, en la política social activa privilegiada por el Estado. Los “planes” fueron utilizados como moneda de cambio para mantener el orden social. Frente a un corte de ruta, el Estado entregaba planes de empleo que duraban entre 3 y 6 meses. Estos planes representaban para los “beneficiarios” un ingreso mensual de aproximadamente 200 pesos, cuando el ingreso mínimo necesario para que una familia “tipo” (2 adultos y 2 niños) supere la pobreza nunca fue menor a 500 pesos mensuales.30

En tanto los “planes” eran otorgados de manera altamente discrecional por parte de los funcionarios públicos, esos subsidios buscaron convertirse en un instrumento para disciplinar a los “excluidos”. Así, las nuevas políticas sociales tendrán como elemento central su carácter “disruptivo” (Rodríguez, 2003: 24). No serían ya políticas “integradoras” o “socializantes”, surgidas al calor de la lucha de los trabajadores por la apropiación del trabajo social, sino que se proponen como “anti-irruptoras” en la medida en que buscan sostener la separación entre “lo político” y “lo social” (Rodríguez, 2003).31 El objetivo será ahora contener y canalizar el conflicto inmanente a la estrategia de separación de las personas de sus condiciones de supervivencia. Teniendo en cuenta los límites que señalamos a la propia idea de “exclusión social”, podemos decir que “la disrupción es la forma que asume el control social cuando se trata de mantener la exclusión, cuando lo inviable se torna in-sustentable y por tanto ya no cabe inclusión alguna” (Rodríguez, 2003, cursiva en el original).

A la sombra de esta nueva política social comenzaron a organizarse numerosos agrupamientos de trabajadores desocupados. Comenzaba a producirse la recomposición política de la clase trabajadora. Los agrupamientos de trabajadores desocupados comenzaron a encontrar en la modalidad del “corte de ruta” una forma de resistencia que aparecía efectiva. Mientras los trabajadores ocupados encontraban serias dificultades para enfrentar la reestructuración de los procesos de trabajo y la creciente flexibilización laboral, los desocupados comenzaron a convertirse en el eje articulador de la nueva resistencia de clase al dominio del capital en la sociedad.

Fue en torno a este nuevo actor social que comenzó a organizarse el rechazo a los resultados “sociales” del “nuevo modelo” de crecimiento. A diferencia de otros períodos históricos en los cuales la protesta social se articuló sobre todo en torno a los trabajadores ocupados y sus organizaciones, en esta etapa fueron los “excluidos” y los “marginados”, los integrantes de la periferia de la “fábrica social” los que constituyeron la principal resistencia a las reformas: los desocupados, los estudiantes, los pequeños comerciantes, los empleados estatales, los trabajadores jubilados.

De esta manera, a pesar del crecimiento económico acelerado, hacia mediados de 1998 la nueva estrategia de valorización del capital comenzó a encontrar sus límites, sociales, políticos y económicos. A pesar del creciente dominio del capital sobre los procesos directos de producción, el crecimiento en la conflictividad en la “fábrica social” ponía en cuestión el conjunto del proceso de reformas y la capacidad de las nuevas políticas de “combate a la pobreza” para contener a los “excluidos” hasta tanto los resultados del crecimiento económico “derramaran”.

La propia estrategia del reestructuración capitalista de la sociedad que se apoyaba en la apreciación cambiaria, apertura de la economía y privatización a escala ampliada de reproducción de la vida humana, encontró barreras que ya no parecía poder superar (Féliz, 2004). La necesidad de continuar expandiendo el plusvalor por intensificación del trabajo y extensión de la jornada laboral (es decir, el incremento en la productividad laboral) chocaba con la creciente dificultad de realizar una masa de valores creados en aumento. La apertura y la convertibilidad monetaria que habían operado como un instrumento eficaz para la promover la reorganización del trabajo social y la articulación de un nuevo proceso de apropiación capitalista del trabajo excedente, comenzaba a impedir la continuidad de la acumulación ampliada del capital. A su vez, la recomposición política del trabajo establecía una barrera, insospechada pocos años antes, a la profundización del “ajuste estructural”. En efecto, frente a la crisis, los impulsores de las reformas estructurales insistían con el mismo camino: más mercado, menos Estado para “regular los mercados”, más Estado para controlar, normalizar y reprimir a la población. Sin embargo, a diferencia de la primera mitad de la década de los noventa, los nuevos ataques a las condiciones materiales de la población fueron resistidos masivamente (Féliz, 2004; Bonnet, 2002).



Conclusiones

El crecimiento económico ha sido puesto por los impulsores de las “reformas estructurales” como el principal medio para la mejora en los niveles de vida de la población en todos los países del mundo. En particular, en Argentina se han propuesto como la única solución a los niveles exorbitantes de pobreza y desigualdad.

Hemos visto que desde un principio la propia medición de la evolución del bienestar a través del crecimiento económico se encuentra atravesado por determinaciones políticas y sociales, y no puede ser tomada como medida “objetiva” del desarrollo. Asimismo, pudimos comprobar la contradicción que en el caso de Argentina presentó un proceso de crecimiento acelerado del producto global con el aumento estrepitoso de la pobreza y la desigualdad social.

Por otra parte, como hemos visto que la caracterización neoliberal del proceso de crecimiento económico y de las reformas estructurales, tiene mucho de fetichismo e ilusión, y poco de comprensión de la dinámica real de las economías capitalistas. En particular, hemos mostrado como la interpretación tradicional sobre los motivos de las reformas, ignora lisa y llanamente el carácter capitalista del Estado y por lo tanto el carácter clasista de las políticas públicas. En este sentido, propusimos una lectura que nos permitió entender cómo las reformas estructurales operaron como parte de la estrategia del capital para reorganizar la producción a escala social, con el objetivo de garantizar a su vez las condiciones para la generación de trabajo excedente así como las requeridas para permitir la apropiación capitalista de tal plustrabajo. Además, avanzamos en la discusión de las políticas neoliberales tanto en lo que respectan a su papel en la reestructuración de los procesos directos de trabajo como en la re-articulación de la producción y reproducción de la sociedad en su conjunto. Esta lectura nos permitió abordar el papel que juegan las políticas sociales en la estrategia global de producción del capital.

Según entendemos, comprender al proceso de reformas de esta manera nos permite captar más adecuadamente el papel que tiene el conflicto social clasista en la producción de las políticas públicas. Así, pudimos ver que el proceso de reformas estructurales se montó sobre la derrota parcial y temporaria de los trabajadores. Esta derrota se reflejó en un profundo proceso de descomposición política, que dio lugar a la crisis de las tradicionales formas de organización y luchas de los trabajadores. Asimismo, vimos como las políticas implementadas durante la década de los noventa buscaron redefinir la subjetividad del trabajo, en tanto la misma involucra no sólo las identidades, sino también las formas de lucha y organización, así como la disputa en torno a las diferentes formas sociales, en particular la ley, el Estado y el dinero.

Por último, creemos que vale la pena rescatar la centralidad que han tenido nuevos actores sociales (en particular, los trabajadores desocupados, los más “pobres” entre los “pobres”) en la reconstitución política de la clase trabajadora. Contra las interpretaciones más clásicas que ponen a los desocupados como “excluidos” o “fuera” de la relación de capital, hemos mostrado que de hecho forman parte de la misma, y junto con otros actores (estudiantes, pequeños productores, etc.) son sujetos activos del conflicto de clase y partícipes necesarios en la producción y reproducción de la sociedad. Por lo tanto, ellos son actores centrales en la crisis de la relación de capital y por ello buscan ser convertidos en “objeto” de las políticas de control capitalista, para evitar que su accionar se transforme en un elemento disruptivo del proceso de valorización del capital y reproducción social. El capital debe evitar la constitución de nuevas formas de acción colectiva a la vez que necesita poner a estos nuevos “paupers” activamente “a trabajar” a fin de que actúen como un instrumento de presión sobre los trabajadores ocupados.



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Anexo

Cuadro 1 anexo.



Distribución de ingresos. Mayo 1991 y 1998. Argentina.

Decil Per Cápita Familiar Mayo 1991 Mayo 1998

Ingreso medio nominal ($) Ingreso medio real ($1998) % del Y Ingreso medio nominal ($) Ingreso medio real ($1998) % del Y

1 50.1 68.3 1.8% 58.0 58.0 1.5%

2 84.9 115.8 2.9% 114.0 114.0 2.8%

3 111.6 152.1 4.1% 158.0 158.0 3.9%

4 136.7 186.4 5.3% 201.0 201.0 4.9%

5 157.8 215.2 6.6% 253.0 253.0 6.2%

6 195.0 265.8 8.0% 319.0 319.0 7.5%

7 246.0 335.3 9.8% 408.0 408.0 9.6%

8 317.3 432.5 12.3% 536.0 536.0 12.4%

9 440.9 601.0 16.3% 759.0 759.0 17.2%

10 972.9 1326.1 32.9% 1614.0 1614.0 33.8%

Fuente: Elaboración propia sobre la base de datos del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) de Argentina.



Cuadro 2 anexo.



Ponderadores alternativos. Argentina.

Decil Per Cápita Familiar Ponderada por Ingreso (mayo 1991) Ponderación Democrática Ponderación de Pobreza (mayo 1991)

1 1,8% 10,0% 29,2%

2 2,9% 10,0% 18,4%

3 4,1% 10,0% 13,0%

4 5,3% 10,0% 10,0%

5 6,6% 10,0% 8,1%

6 8,0% 10,0% 6,6%

7 9,8% 10,0% 5,5%

8 12,3% 10,0% 4,3%

9 16,3% 10,0% 3,3%

10 32,9% 10,0% 1,6%

Fuente: Elaboración propia sobre la base de datos del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) de Argentina.



Cuadro 3 anexo.



Indice de bienestar de Sen. Octubre de 1988, 1993 y 1998.

Región Índice de Sen

1988 1993 1998

Cuyo 75,8 98,2 86,5

Centro pampeano 97,7 117,9 103,1

GBA 107,1 143,2 133,9

Noreste 70,6 83,6 71,1

Noroeste 70,2 77,1 76,3

Sur 138,4 149,6 127,9

Total país 100,0 127,8 116,8



Fuente: Féliz y Panigo (2002).



Cuadro 4 anexo.



Cambio en el ingreso per cápita familiar (IPF) y el coeficiente de Gini (G).

Región ΔIPF (Δ )

ΔGini (ΔG)

Δ1993/1988 Δ1998/1993 Δ1993/1988 Δ1998/1993

Cuyo 30,7% -11,5% 1,7% 1,1%

Centro pampeano 20,4% -9,8% -0,5% 6,6%

GBA 34,1% -1,7% 0,5% 8,8%

Noreste 13,1% -7,7% -7,7% 14,8%

Noroeste 9,8% 1,1% -0,1% 3,9%

Sur 1,3% -9,1% -12,2% 13,0%

Total país 27,5% -4,7% -0,4% 7,8%



Fuente: Féliz y Panigo (2002). Nota: IPF: Ingreso per cápita familiar deflactado por la línea de pobreza regional; Gini: Coeficiente de Gini.



Cuadro 5 anexo.



Cambios en la incidencia y profundidad de la pobreza.

Región Δ1993/1988 Δ1998/1993 Δ1998/1988

HCR BP FGT2 HCR BP FGT2 HCR BP FGT2

Cuyo -23% -32% -38% 15% 29% 44% -11% -12% -12%

Centro pampeano -18% -23% -27% 23% 41% 61% 0% 9% 17%

GBA -34% -44% -51% 31% 52% 72% -14% -15% -17%

Noreste -10% -17% -22% 14% 30% 45% 3% 9% 13%

Noroeste -5% -10% -14% 4% 12% 18% -2% 1% 2%

Sur -15% -25% -32% 33% 57% 83% 13% 18% 24%

Total país -24% -31% -37% 24% 41% 57% -6% -3% -1%



Fuente: Féliz y Panigo (2002). Nota: Ver Féliz y Panigo (2002) para una definición detallada de los indicadores de pobreza y la línea de pobreza utilizada.



Cuadro 6 anexo.



Incidencia de la pobreza (HCR), brecha de pobreza (BP) y el indicador Foster-Greer-Thorbecke con alfa igual a 2 (FTG2). Octubre de 1998.

Región HCR BP FGT2

Cuyo 46,7 19,4 10,4

Centro pampeano 39,0 16,1 8,8

GBA 30,8 11,9 6,0

Noreste 58,1 27,9 16,7

Noroeste 55,6 25,6 14,8

Sur 31,8 12,6 6,6

Total país 37,2 15,3 8,2



Fuente: Féliz y Panigo (2002).



Notas

* Centro de Estudios e Investigaciones Laborales – Programa de Investigaciones en Tecnología, Trabajo y Empleo / Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (CEIL-PIETTE/CONICET), Argentina. Departamento de Economía-Facultad de Ciencias Económicas y Departamento de Sociología-Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación / Universidad Nacional de La Plata (UNLP), Argentina. Noviembre de 2004. Dirección postal: 7 no. 1386, dto. B, La Plata (1900), Argentina. Dirección electrónica: marianfeliz@uolsinectis.com.ar.

Una primera versión de este trabajo fue presentada en el Seminario internacional organizado conjuntamente por CLACSO/CROP/CEDLA sobre “Trabajo y producción de la pobreza en Latinoamérica y el Caribe: estructuras, discursos y actores”, Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, 14 al 16 de abril de 2004. Agradezco los comentarios de los participantes del seminario y en particular de la Dra. Sonia Álvarez Leguizamón. Este trabajo fue concluido en abril de 2005.



1 En la Argentina el proceso de reformas estructurales tuvo como paradigma el denominado plan o programa de “convertibilidad”. Si bien las reformas fueron aceleradas a partir de 1989, el mismo tuvo como inicio simbólico el año 1991 cuando se instauró una “caja de conversión”, estableciéndose la libre convertibilidad del peso al dólar estadounidense. Este esquema duró hasta finales de 2001, cuando fue abolido en el marco de una profunda crisis económica, social y política.

2 Los datos son en todas las estimaciones de esta sección para la región del Gran Buenos Aires en la cual viven aproximadamente 15 millones de habitantes (la mitad de la población de Argentina). El PBI per cápita creció en igual período un 28,9%. Las diferencias se explican fundamentalmente por la diferencia en la base de estimación de los ingresos que en el caso del PBI incorpora el conjunto de los ingresos generados (incluyendo aquellos que no son ‘apropiados’ por los hogares). Se puede ver más al respecto en Féliz y Panigo (2002).

3 Cabe aclarar que tomamos este período para beneficio de los promotores de las reformas estructurales pues mientras la tendencia de mediano plazo era de crecimiento acelerado hasta 1998, el “modelo económico” entró en una profunda crisis a partir de entonces, colapsando a fines de 2001.

4 Es decir, algebraicamente , donde indica la variación en el ingreso del grupo i de la población, n es el número de grupos de población i, y es el ponderador de las variaciones de los ingresos de cada uno de los grupos.

5 En nada parece importar que el criterio de distribución del ingreso, implícito (y a veces no tanto) en las políticas neoliberales, no sólo sea injusto e inhumano, sino que ha sido refutado en numerosas oportunidades como criterio positivo de distribución. Al menos desde el famoso debate “Cambridge vs Cambridge” se reconoce que la distribución de los ingresos no puede asociarse en condiciones generales a un criterio de remuneración según la “productividad marginal de los factores” (Nell, 1972).

6 Según datos del Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) de Argentina.

7 En términos matemáticos el ponderador sería igual a , donde . Es decir, que el ponderador sería en este caso la inversa de la participación en el ingreso multiplicado por el ingreso medio país dividido por la sumatoria de ese valor para cada grupo social. Al dividir cada valor por la sumatoria de todos los valores para cada grupo garantizamos que la suma de ponderadores sea igual a 1. En este caso, el decil más rico de la población tendría una ponderación de sólo 1,6% mientras que ahora el decil más pobre pesaría en la medición de crecimiento por 29,2% (ver columna 3 del cuadro del anexo).

8 Como señalamos, los impulsores de la reforma estructural sostienen que “eventualmente” el crecimiento económico “derramará” sus beneficios sobre el conjunto de la población. Este “derrame” se reflejaría en aumento en los niveles de ingreso de la mayoría de las personas.

9 Estas seis regiones son las construidas por el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos (INDEC) de Argentina; las regiones son GBA (incluyendo a los aglomerados del GBA y Gran La Plata), Centro Pampeano (incluye Bahía Blanca, Córdoba, Paraná, Rosario, Santa Fe, Santa Rosa y San Luis), Cuyo (Mendoza y San Juan), Noreste (Corrientes, Formosa, Posadas y Resistencia), Noroeste (Jujuy, Salta, Tucumán, Catamarca, La Rioja y Santiago del Estero) y Sur (Neuquén, Río Gallegos y Usuahia).

10 El ingreso per cápita familiar real busca expresar la capacidad de consumo real (es decir, en términos de valores de uso) que, en promedio, logran los miembros de los hogares a partir del uso de sus ingresos monetarios. Al “deflactarlo” por la línea de pobreza, estimamos la capacidad de consumo de la población (el ingreso per cápita familiar) en relación a la evolución de los precios de los productos que se encuentran en una canasta de consumo “básica”, suficiente para superar la pobreza “material” (según es estimada por el INDEC)..

11 El coeficiente de Gini es ampliamente utilizado en la literatura sobre la distribución del ingreso y por lo tanto facilita la comparación de los resultados con otros estudios similares. Puede ser definido, matemáticamente, como la media aritmética del valor absoluto de las diferencias entre todos los pares de ingresos y puede expresarse de la siguiente manera , donde n es el número de individuos, es el ingreso medio, e e son respectivamente el ingreso del individuo i y el individuo j.

El coeficiente de Gini compara las diferencias de ingresos existentes entre todas las personas de una población. Por ello es una medida muy directa de la desigualdad de ingresos, evitando concentrarse en las diferencias solamente respecto al ingreso medio o en las diferencias entre los más “pobres” y los más “ricos” (Sen y Foster, 1997). Además, el Coeficiente de Gini respeta la llamada “condición de Pigou-Dalton”, comúnmente buscada en los indicadores de desigualdad, que requiere que una transferencia de ingresos de una persona rica a una persona con menores ingresos resulte siempre en una reducción en el índice.

Por otra parte, el coeficiente de Gini tiene una interpretación altamente intuitiva en cuanto a su significado en términos de bienestar (Sen y Foster, 1997). Si en cada comparación de ingresos entre dos personas aquella con menores ingresos sufre algún tipo de depresión al descubrir su condición, y si asumimos que la magnitud de la depresión es proporcional a la diferencia de ingresos entre esas dos personas, entonces el coeficiente de Gini representaría la suma de todas las depresiones entre todas las comparaciones posibles (Sen y Foster, 1997).

12 Ver Féliz y Panigo (2002) para una definición detallada de los indicadores de pobreza y la línea de pobreza utilizada.

13 De acuerdo con este enfoque, un Estado “racional” (conducido por “agentes (políticos) racionales”) llevaría adelante las políticas que beneficien al, también racional, votante “mediano”. Éste se ubica en la “distribución de preferencias” de la población precisamente en el medio, con igual número de votantes “prefiriendo” opciones de “izquierda” y “derecha”, respectivamente. El votante mediano, en consecuencia, quien inclinaría la balanza hacia uno u otro lado.

14 Para más referencias ver Solimano (2000).

15 Este enfoque supone la racionalidad instrumental de los “agentes”. En consecuencia, dado un conjunto de “preferencias” pre-establecidas, ellos actuarán racionalmente de diferentes maneras frente a diferentes “estructuras de incentivos” o, digamos, patrones de “premios y castigos”.

16 El enfoque de la “regulación” tiende a adoptar un modelo estructural funcionalista de etapas sucesivas de integración y desintegración estructural, el cual se utiliza como base para una periodización de los grandes ciclos de acumulación. En cada etapa de integración estructural es posible la acumulación sostenida, dentro del marco de apropiados “modos de regulación”. Ver al respecto Boyer (1989) y Boyer y Saillard (1996, 1997, 1998).

17 Ver Postone (1996).

18 En un trabajo reciente, Harvey hace referencia a este tipo de procesos que él denomina de “acumulación por desposesión” (Harvey, 2005).

19 En la literatura “económica neoclásica”, lo que aquí denominamos “espacios comunes” se asocian a lo que allí se denomina “bienes públicos”. Esto bienes (y servicios) poseen características que hacen de su provisión por medio del “mercado” ineficiente o aun imposible. A diferencia de los bienes y servicios privados, los bienes públicos son de consumo conjunto (es decir, numerosas personas pueden utilizarlos simultáneamente y con bajos costos para quienes ya los estaban consumiendo) y no rige para ellos el “principio de exclusión” (quienes los utilizan o proveen no pueden evitar, a costos bajos, que otros usuarios se beneficien de la provisión de esos bienes y servicios aun cuando estos no paguen por su provisión). Dentro de esa literatura, son típicos ejemplos de bienes públicos la “seguridad”, la “justicia”, un medio ambiente “limpio”; pero también (dentro de ciertos límites) la “educación”, la “salud”, etc. Sin embargo, bajo nuestra lectura los “espacios comunes” no se definen a partir de sus características técnicas (o por si puede o no ser provisto privadamente) sino que es de uso común aquello socialmente es definido como esencial para la reproducción de la vida y que por tanto debe estar disponible de manera generalizada, como por ejemplo la provisión de salud o en la discusión de Marx sobre los “cerramientos” la tierra.

20 Esto se expresaba en elevados niveles de ausentismo laboral, cotidianos conflictos en las fábricas y un creciente nivel de agitación política. Algunos de sus hitos podrían considerarse la huelga de la UOM de Villa Constitución de abril y mayo de 1975 y la huelga general de junio y julio de 1975 contra el llamado “rodrigazo”.

21 Vale aquí rescatar la idea de que el proceso de valorización del capital, que incluye los diferentes procesos de trabajo, debe siempre entenderse en la escala social y no simplemente en la de una fábrica en particular. “El producto, antes fruto directo del productor individual, se transforma en general en un producto social en el producto colectivo de un obrero global, esto es de un personal combinado de trabajo, cuyos miembros están más cerca o más lejos del objeto de trabajo. Al ampliarse el carácter cooperativo del proceso laboral mismo, se amplía necesariamente, por consiguiente, el concepto de trabajo productivo y de su portador, el obrero productivo. Para trabajar productivamente ahora ya no es necesario hacerlo directa y personalmente; basta con ser órgano del obrero global, con ejecutar cualquiera de sus funciones parciales” (Marx, 1994[1867]: 615). En consecuencia, para entender la dinámica del proceso de acumulación y sus crisis es necesario prestar atención a los conflictos que se expresan tanto directamente en los procesos de producción en las empresas capitalistas como aquellos que atañen al proceso de valorización en la la escala más amplia de la “fábrica social”.

22 La violencia del dinero está implícita en el hecho de que en las economías capitalistas la reproducción de la vida se articula en torno a la compra-venta de mercancías y por lo tanto al acceso al dinero. En particular, sin embargo, la desaparición del valor del dinero (durante la hiperinflación) o a la ausencia misma de la posibilidad de acceder a suficientes cantidades del mismo (por el desempleo y/o la deflación salarial) imponen la violencia de las relaciones dinerarias sobre la población. En una sociedad donde el único trabajo socialmente valido es el trabajo abstracto, cuyo valor se expresa en una “cosa” (el dinero), la pérdida del valor del dinero (o, lo que es lo mismo, la pérdida de valor del trabajo) supone un golpe a la subjetividad de las personas. Como señala Canetti (1983) cuando la unidad monetaria pierde repentinamente su personalidad (pierde valor mientras aumenta su cantidad) el hombre que confiaba en ella no puede evitar percibir su "rebajamiento" como el suyo propio. Ninguna devaluación súbita de la persona es jamás olvidada: es demasiado dolorosa.

23 El control del poder del trabajo por parte del capital a través del Estado es esencialmente político, por su puesto, aunque las formas que las estrategias de control asumen pueden ser muy variadas, “económicas”, “políticas”, “ideológicas”, etc., si es que tales divisiones o clasificaciones tienen algún sentido.

24 Esto resulta del hecho que la producción social requiere siempre de la cooperación y la combinación del trabajo humano, lo cual genera una determinada productividad social combinada del trabajo que excede a la suma de las productividades individuales aisladas (Lebowitz, 2003: 85). En consecuencia, la productividad social del trabajo dependerá tanto del grado como de la calidad de la combinación entre los productores directos (es decir, los trabajadores).

25 Las características que asumió la crisis capitalista en Argentina (su profundidad, su extensión en el tiempo, el carácter de la reestructuración que implicó, etc.) se relaciona en buena medida con el poder que había alcanzado el desarrollo del capitalismo aquí en comparación con otras naciones periféricas, de la fortaleza que el movimiento obrero había alcanzado y del singular configuración política que suponía la existencia de un movimiento de masa como el peronismo. Da cualquier manera, no podemos abundar en esta discusión aquí.

26 Desde finales de los años cincuenta, con la caída de Perón, las empresas intentaron reafirmar su control de la producción para lo cual era preciso doblegar el poder de los obreros en los lugares de trabajo (Féliz y Pérez, 2004). A tal fin buscaron llevar adelante diversas estrategias para “racionalizar” la producción: incorporando la polivalencia de actividades, la movilidad entre plantas, la fijación de salarios por “productividad”, etc. (James, 1990). Estos intentos se acentuaron durante la década de los ochenta y tuvieron su punto alto en los noventa.

27 Esto no quiere decir que no hubiera pobreza antes del proceso de reformas sino que tal fenómeno tendía a ligarse más fuertemente con el desempleo y no con los bajos ingresos de la actividad laboral. De cualquier manera, hacia mediados de los setenta la incidencia de la pobreza urbana por ingresos era inferior al 10% de la población.

28 Como señalaba Marx “el producto, antes fruto directo del productor individual, se transforma en general en un producto social en el producto colectivo de un obrero global, esto es de un personal combinado de trabajo, cuyos miembros están más cerca o más lejos del objeto de trabajo. Al ampliarse el carácter cooperativo del proceso laboral mismo, se amplía necesariamente, por consiguiente, el concepto de trabajo productivo y de su portador, el obrero productivo. Para trabajar productivamente ahora ya no es necesario hacerlo directa y personalmente; basta con ser órgano del obrero global, con ejecutar cualquiera de sus funciones parciales” (Marx, 1994[1873]: 615).

29 Esta idea se asocia, en parte, a la hipótesis de Nun (1969, 1999) sobre la existencia en el capitalismo avanzado de una “masa marginal” de población que si bien no es funcional a los sectores hegemónicos del capital si pueden convertirse en un problema político (Nun, 1999: 267).

30 Si bien se los denominada “programas de empleo transitorio”, estos planes en sus diversas versiones (Plan Trabajar I, Plan Trabajar II, PEC, y a partir de 2002 el Plan Jefes y Jefas de Hogar Desocupados) en realidad nunca funcionaron como tales. Teóricamente, quienes recibían estos programas debían participar en proyectos comunitarios, proyectos productivos y/o actividades de capacitación. Sin embargo, en general el Estado no llevó adelante una gestión de estos programas que permitiera alcanzar esos objetivos. Actuaban fundamentalmente como instrumentos de contención social. Para más detalles ver Golberg (2004).

31 Para comprender mejor esta idea citemos al propio Rodríguez “Cuando el Estado se reinventó desde la lógica de la representación, lo político se autonomizaba de lo social. El desdoblamiento de la vida, o mejor dicho, la despolitización de la sociedad, o lo que es lo mismo, la autonomización de lo político respecto de lo social, no estaba para garantizar la concordia entre los hombres … sino para reinventar la sociedad como mercado, desde las reglas del mercado, para reconstituir las relaciones sociales como relaciones mercantiles. El Estado, que se separaba de la sociedad, se ubicaba más allá, en el exterior, y desde allí creaba las condiciones para que el mercado fuera precisamente eso, un mercado.” (Rodríguez, 2003b).




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